Ana y Elena Soberón muestran un cencerro de los utilizados para identificar el ganado en los montes. / Damián Arienza
Habitar las montañas, entre animales y haciendo quesos, recuperando sabores perdidos y honrando la memoria de los pastores: este es el proyecto que dos hermanas de Cabrales tienen entre manos y que ha llevado a recuperar un queso que se había perdido
MARA LLAMEDO
Cae la tarde en los altos de la sierra del Cuera. Afuera, tras el cristal, magentas, verdes, marrones y caliza se mezclan con esa pátina transparente, casi plateada, que deja la humedad recién sembrada. Hay frío, y un silencio denso, de ese que sólo habita en las montañas. Dentro, crepita el fuego y dos perros dormitan con un ojo abierto, disimuladamente pendientes de dos mujeres que conversan sonrientes mientras preparan la cena.
Se llaman Elena y Ana. De apellido, Soberón. Son nativas de estos montes, cabraliegas y de Arangas: de las pocas habitantes fijas de este recodo colgado entre el Cuera y los Picos de Europa. Son de la resistencia, ganaderas y queseras, y llevan impreso en su ADN las esencias pastoriles que pueblan estos territorios hace siglos.
Lo que llama la atención es que Elena y Ana son jóvenes, muy jóvenes. Tanto que entre las dos no suman 50 años. Desprenden alegría, buen humor, ilusión, energía y orgullo. A pesar de que ya cae la noche y llevan muchas horas despiertas, trabajando a destajo. A pesar del día duro, de la empinada caminata por las laderas entornadas de esta cuerda montañosa, de haber cargado en su espalda con el peso de más de 50 quesos… A pesar, incluso, de que si se pusieran sobre un papel sus condiciones laborales poca gente escogería un trabajo como el suyo… “La gente se cree que hacer queso es algo idílico, que vives en una cabaña como Heidi en plan contemplativo, pero la realidad es que este oficio conlleva mil veces más estrés que cualquiera que se haga en una oficina de una gran ciudad”.
Esta pequeña cabaña es su hogar, el lugar donde crecieron y que guarda sus más preciados recuerdos de infancia. Está ubicada en el entorno dónde está la cueva (otro hogar) en la que esta misma tarde han dejado durmiendo medio centenar de quesos elaborados con sus manos: en ella se impregnarán de sabor, intensidad y manchas azules, convirtiéndose -por obra y gracia de la oscuridad y la humedad- en el manjar único que es el queso de Cabrales.
Mañana, muy temprano, partirán. Allí abajo, en Arangas, esperan más de 100 vacas y muchas labores: mecer, limpiar, hacer más quesos, etiquetar, acarretar hierba… Lo de venir aquí, tan arriba, lo hacen cada 15 días: para dejar sus quesos en la cueva pero, también, para inhalar y nutrirse de los recuerdos y las emociones que, 20 años atrás, las acunaron en este refugio de piedra. “El sustento emocional, el recuerdo de nuestros abuelos y de los veranos en este sitio, es un pilar fundamental de este proyecto. Nos estabiliza. Son nuestras raíces. Y las regamos diariamente muy orgullosas”.
Elena y Ana hablan de su infancia (que, en realidad, fue “antes de ayer”) como un tiempo diferente, mirando con una retrospectiva que parece antigua pero sucedió en el cambio de milenio. Sin embargo, para estas dos hermanas -en particular- y para la realidad de los pastores -en general- todo ha cambiado. Ya no hay cabras ni ovejas, no se escuchan tanto sus cencerros en los pastos altos ni en los riscos. No se aprovecha su leche, nadie se atreve a tener rebaños por miedo a que sean devorados…Y así, las majadas y el monte se abandonan y se entierran entre capas de maleza y papeles llenos de normas que se redactan en una tierra asfaltada muy lejana de estos paisajes de piedra y hierba. Excesivamente apartada de la realidad de lo que significa ser pastor en un espacio como los Picos de Europa.
“Solo pedimos que nos dejen trabajar”
La cena está servida. Una sartén pintada por mil brasas preside la mesa y la conversación se anima. ”Es cierto, el tema emocional es un sustento para nosotras. Nacimos aquí pero también salimos a conocer mundo, a formarnos… Si decidimos volver es porque lo llevamos muy dentro y nos reconforta este trabajo, no porque fuese una salida laboral segura”, aseguran muy serias entre bocado y bocado, conjurando continuamente la memoria de sus abuelos, Soberón y Maruja. “Queremos preservar todo lo bueno de este lugar, poner en práctica aquellas tradiciones alrededor de las cuales crecimos y formamos nuestra personalidad. No pedimos nada a nadie. Sólo que nos dejen trabajar. Y que el desconocimiento y la ignorancia no asole estas tierras”.

Las hermanas Soberón bromean junto a la cocina de su casa en Arangas, Cabrales. / D. Arienza
Saben de lo que hablan. No en vano, su labor y resiliencia ha sido reconocida en múltiples ocasiones, y hasta el Basque Culinary Center las incluyó entre los 100 jóvenes talentos de la gastronomía europea, premiando su empeño quesero y dándoles la visibilidad que merecen a un nivel más allá del autonómico o nacional. “Fue una experiencia genial y todo un honor estar en el Parlamento Europeo. Todos los premios y reconocimientos son energía, pero este fue especial porque fueron dos días allí, conociendo a personas que -igual que nosotras- son menores de 30 años y emprendedores, con cargas parecidas a la nuestra. Lo disfrutamos mucho y nos valió para coger fuerzas, porque siempre hay rachas cabronas, aparecen palos en las ruedas desde Oviedo o te vienen taquicardias al hacer números respecto a los gastos e ingresos… Pero bueno, al final nos quedamos con que el queso de Cabrales que hacemos, con leche propia, gusta. Y también con el orgullo de haber recuperado una variedad extinguida que está teniendo una gran acogida”.
Se refieren al queso de Arangas, un manjar que quedó relegado al olvido por culpa de los continuos ataques del lobo al ganado menor y que ellas han vuelto a elaborar, resucitándolo: “antes todo el pueblo hacia este queso porque todo el mundo tenía cabras y ovejas. Ahora nadie. Y la culpa no es del lobo sino de quienes, sin tenerlo de vecino, quieren vivir de él. Es duro: ves a los animales nacer, los crías y cuidas, les llamas por su nombre… Es una impotencia no poder protegerlos y te cargas de remordimiento cuando aparecen muertos o gravemente heridos. Un sufrimiento. Por eso está muriendo la ganadería menor. Y, con ella, los montes, los pastores y las costumbres de siempre”.
Hora de descansar. La noche se ha comido un paisaje en el que brilla una luna con cuernos. Mañana será otro día. Pero ahora toca reponer fuerzas para poder seguir guardando, sin flaquear, esos pequeños grandes tesoros que aún (sobre)viven en los Picos de Europa y que Elena y Ana Soberón sienten latir fuerte en su pecho con forma de amor (por este lugar y esta cultura), ahínco (por preservar un modo de vida) sensibilidad (la que debe tenerse a la hora de elaborar con las manos un producto único) y orgullo (aquel que heredaron de sus abuelos y cuidan, para legarlo a quienes vengan y para que nunca se pierda).