Ocho litros de agua, dos de leche desnatada y doscientos gramos de bicarbonato, la pócima de Edu, de 13 años, para luchar contra el hongo en las fabas

ÁNGELA RODRÍGUEZ

A priori, la vida de Eduardo García puede parecer radicalmente diferente a la de otros adolescentes. Pueden contarse con los dedos de una mano los que, a sus trece años, saben conducir maquinaria agrícola, incluso los que tengan una colección de maquetas de tractores y camiones tan amplia y especial como la suya. Sin embargo, basta conversar con él un rato para descubrir que tiene la ilusión de cualquier otro joven por el futuro y la frescura idónea para absorber conocimientos.

Eso sí, lo suyo es la tierra. Prepararla, cultivarla y disfrutarla. A ella dedica sus fines de semana por completo, en el pueblo de Sequeiro (Coaña) y, de momento, asegura que «no echa de menos nada más». «Desde pequeño siempre ví a mi abuela cultivar las fabas y fui aprendiendo de ella. Ahora me dieron esta finca y soy yo el que tengo fabas. Hay una hectárea mas o menos. Y alguna zona en la que planto sandía, melón, maíz y girasol, para uso personal», explica, sin apartar la vista de sus plantas.


Y es que el pasado año sufrió sus primeros contratiempos con la cosecha, cuando las hojas de las fabas «comenzaron a amarillear por un hongo». Una búsqueda en Internet dió entonces con el remedio adecuado: «ocho litros de agua, dos de leche desnatada y doscientos gramos de bicarbonato». «Había poco agua y calor, mucho a la vez y la planta se cocía. Las hojas se ponían amarillas, negras, y tienen que estar verdes», asegura.

Para «no gustarle mucho estudiar» explica, con afán, que planta girasoles «porque ayudan a polinizar la plantación de fabas», calcula la inversión que tendrá que hacer para instalar el sistema de riego «ante la escasez de agua», y analiza con acierto «que la gente prefiere las fabas en verde». Lo sabe porque además de sembrarlas -poner los palos y la malla- las vende por las casas de los pueblos cercanos y al restaurante de su madre, el Mesón El Forniello a la entrada de El Franco. «Sí, algún día me gustaría quizá tener mi propia marca», confiesa, con un puñado de fabas en la mano.

En el pueblo, de unos 25 habitantes según los últimos datos del INE, están acostumbrados a verle trabajar. Con la ayuda de su padre y bajo la supervisión, no muy discreta, de su abuela de 89 años. «A ella le gusta venir y ver las fabas. Quiere ponerse a hacer cosas pero ya no puede como antes», razona Edu, que también tiene cuatro riegos de ‘granjina’. La faba tradicional de la zona, «más pequeña y resistente que la variedad Granja».

Después de cuarenta años abandonado, parece que el terreno que ahora cultiva el joven le estaba esperando. Llegó a él gracias a su padre, Joaquín García, que confiesa que fue la ilusión de su hijo el empujón que necesitaba para animarse a comprar. «Daba pena que estuviera así, porque tenía fama de ser de las mejores casas de la zona. Yo solo no lo hubiera hecho, pero lo ví con ilusión y me decidí. Es suyo, la casa y el terreno, cuando tenga 18 años espero que se venga a vivir aquí», ríe.

Experto en trabajos forestales, a los que ha dedicado su vida, Joaquín es optimista con las oportunidades del medio rural. «Cualquier chaval que se quede en el pueblo tiene su sitio. No tiene por que ser con fabas o animales. Lo tenemos encasillado. En los pueblos hace falta mano de obra. Hay mucha gente mayor que cuidar, por ejemplo. Cuando eras chaval la idea que te metían en la cabeza era que tenías que marchar del pueblo, pero no había los medios. Era todo a mano, reventar y sufrir. Hoy es al revés, todo son ciclos en la vida», apunta.

Mientras Edu muestra las grandes piedras con las que padre e hijo arreglan en sus ratos libres la centenaria casa que acompaña a la finca, Joaquín sigue su reflexión. «El mundo ha cambiado. Él sabe andar con todo, y yo con trece años sabía andar con la bicicleta y poco más. Tengo dos hijos y me gustaría que los dos estuvieran en el pueblo. Si están en el pueblo al menos tendrán su casa y terreno, y con ello comen. No quiero un hijo pagando una hipoteca de un piso, eso me dolería», reconoce.